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Saturday, July 30, 2011

TERRORISM IN NORWAY: Anders Behring Breivik and the logic of madness

The case of Anders Breivik in Norway reminds us that the relationship between madness and responsibility is complex




The Oslo and Utoya killer Anders Breivik leaving a courthouse on Monday. His lawyers say he may be deemed insane. Photograph: Allover Norway / Rex Features



The announcement by his lawyers that the Oslo and Utøya killer Anders Breivik may be deemed insane has polarised once again society's preconceptions and prejudices around madness and the question of responsibility.

For some commentators, to be judged insane would exonerate him from responsibility for his actions, as if madness and responsibility were mutually exclusive. For others, madness would only exaggerate responsibility for the killings, as if insanity and violence were indissolubly linked.



The fact that media reports of "mental illness" so often associate it with violent crime means dramatic outbursts become almost what we expect. Perhaps, at some level, we not only expect but also desire it, as if to externalise the latent feelings of violence we all harbour within ourselves. The horror at the Norway massacre was, after all, tinged with fascination. Everyone wanted to know more, see more, hear more.

Breivik's case evokes that of Ernst Wagner, the German schoolmaster who strapped guns to his hands and opened fire on the inhabitants of the village of Mülhausen in September 1913. Demonised by the media, his case was used to intensify hostility towards the "mentally unwell". As Wagner's psychiatrist, Robert Gaupp, pointed out bravely at the time, recognising and explaining his patient's psychosis didn't mean that all psychotic subjects would act in the same way.


Wagner had in fact behaved as a good citizen for at least 20 years before the attack, yet his diaries showed that throughout this time he had been delusional. Like Breivik, the case demonstrated the compatibility of madness and normal life. For many years, Breivik led an uneventful existence – studying, setting up a business, visiting the gym, going out for drinks with friends. He never came to psychiatric attention and there was no spectacular symptomatology, no bizarre behaviour.

Old psychiatry studied these discreet psychoses that fitted in well with society, often never disintegrating into breakdown or crisis. This was a quiet, contained madness, and it allows us to understand Breivik's actions far better than the plethora of diagnostic categories already bandied about by "experts". Paranoia has three classical components. The paranoiac has located a fault or malignancy in the world, he has named it, and has a message to deliver about it. For Breivik, the conviction is that Europe is rotten, that the name of this rottenness is Islam and that it is his mission to expose and excise it.

Whereas many schizophrenic subjects experience an invasion inside their body, the paranoiac situates it outside: there is some badness out there in the world. Where for the schizophrenic the other is often too close, intruding into their body; for the paranoiac, self and other are rigidly separated: the other is outside. And hence the paranoiac subject is always innocent: it's the other's fault.

Paranoia here should be differentiated from paranoid. Anyone can be paranoid, but paranoia as such implies a rigid system of beliefs with explanatory power, according the subject a fixed place in the world: for Breivik, that of the "perfect knight" battling Islam. The other common misunderstanding of paranoia is to assume it always involves persecution. In fact, many paranoiacs locate the malignancy not in a person but in some aspect of the world: a disease; environmental problems; danger to children.



They then spend their lives campaigning to remove this fault, whether it is by medical research, projects in education or environmental science. The most noble and charitable of pursuits thus often share something with the most tyrannical and murderous: to remove an evil presence from the world.

The paranoiac's delusion here can be false but it can equally be absolutely true. The FBI may not be plotting against you, but BP may be responsible for destroying nature on part of the American coast. The madness lies not in the content of the beliefs here but in the person's relation to the belief. If certainty about the belief replaces doubt, we are in the realm of psychosis.

This certainty will often spawn enthusiasm, forming groups or movements. Neurotic people are unsure of their aim in life, and sex, death and existence are open questions. Encountering someone who actually knows the answer to these questions will exert a gravitational effect. Breivik, like many others, will probably attract his followers.

This nuances the old-fashioned idea that the subject is only responsible for a crime if he "knew the difference between right and wrong", since the central feature of paranoia is precisely that the person does know the difference. That, indeed, is why they are psychotic: they harbour not doubt but utter conviction that what they are doing is the right thing.



Extremista noruego y chilena Amelia Grechi: "No tengo culpa de ser la madrina del diablo"



En un manifiesto, el terrorista noruego Anders Behring Breivik reveló su vínculo con una familia chilena. Aquí habla por primera vez la mujer a quien el autor confeso de los 76 crímenes identifica como su madrina de bautizo.



Desde el condominio donde vive en el barrio de Smestad, al oeste de Oslo, Amelia Grechi se escucha nerviosa. Está reticente a hablar sobre el vínculo que tuvo en el pasado con Anders Berhing Breivik, el autor confeso de la masacre más grande en la historia de Noruega desde la Segunda Guerra Mundial.


A las 15.26 del viernes 22 de julio, Breivik hizo estalllar un artefacto explosivo en el centro de Oslo, frente al edificio del Primer Ministro, Jens Stoltenberg. La bomba que instaló al interior de un automóvil ocasionó la muerte a ocho personas. Luego, exactamente dos horas más tarde, este hombre de 32 años se dirigió a la isla de Utoya, donde mató a 68 jóvenes del Partido Laborista que participaban en un campamento de verano.

"¡Qué culpa tengo yo de ser la madrina del diablo!", responde Grechi al teléfono cuando se refiere a quien terminó con la vida de un total de 76 personas de la nación escandinava. "A él hay que olvidarlo y no odiarlo, porque eso es lo que él busca: Ser reconocido", añade .

Hasta ese fatídico viernes, la mujer de 52 años llevaba una vida tranquila, como la mayoría de los 15 mil chilenos que residen en Noruega hace décadas.

Sin embargo, la mención de su nombre en el "manifiesto" que el joven ultranacionalista terminó de escribir poco antes de cometer los crímenes puso fin a la normalidad que ha caracterizado su estadía en el país desde 1982. En el texto, Breivik citó su vínculo con la chilena como ejemplo de su tolerancia y de su lejanía con las ideas del nazismo.

"No soy ni nunca he sido un racista. Mi madrina, Amelia Jiménez, y su marido llegaron a Noruega como refugiados políticos desde Chile. Mirando hacia atrás, entendí que eran marxistas, pero no comprendía esos asuntos en ese entonces. Nuestras dos familias fueron muy cercanas durante mi infancia y juventud (…) Yo pasé mucho tiempo con Raol y Natalie", dice Breivik, en el texto de 1.500 páginas que redactó durante varios años.

Amelia Jiménez es en realidad el nombre de casada de Amelia Grechi Araya. La mujer llegó a Noruega acompañando a su esposo, Raúl Jiménez Romero, un antiguo militante del MIR, a quien se dio asilo político en Oslo, luego de ser torturado y de permanecer preso durante cinco años.

Fue detenido en 1977 en la casa de veraneo que tenía con su familia en Papudo, donde hasta ese momento vivía en forma clandestina. Entonces estaba casado hace dos años con Grechi, y había nacido su hijo mayor Raúl, a quien Breivik recuerda en su manuscrito como "Raol".

En uno de sus intentos por obtener la libertad de su marido, la mujer recurrió en 1982 al ex embajador de Noruega en Chile, Frode Nilsen, quien entonces era conocido por la ayuda que prestaba a los opositores al régimen militar. Fue así como en abril de ese año, el matrimonio logró salir del país y se radicó en la capital de la nación escandinava.

La pareja llegó al barrio de Smestad, donde Grechi vive hasta hoy y donde, además, el destino la cruzaría por primera vez con Anders Breivik.

La chilena entabló amistad con Wenche Behring, la madre del autor confeso de la explosión de Oslo y de la masacre de Utoya. Ambas familias eran vecinas del condominio del sector oeste de la ciudad.

Hoy, desde este mismo lugar, la chilena relata que en ese contexto conoció a Breivik. "Era un niño más que jugaba en el jardín".

Entre los edificios de color mostaza, Anders y su hermana Elisabeth compartían tardes enteras con los hijos del matrimonio chileno: Raúl, Nicole y Natalí.

Los menores estrecharon vínculos hasta entrada la adolescencia. A sus 15 años, el ultraderechista no daba señales de su aversión a una Europa abierta a los inmigrantes. En su manifiesto se define a esa edad como uno de los "más notables hip-hoperos del lado Oeste de Oslo" y como uno de los más "activos artistas del grafiti" en esta ciudad.

Un año antes, la madre de Breivik le había pedido a su vecina y amiga chilena que tuviese como ahijado al joven. "Sí, efectivamente, yo fui su madrina en la ceremonia de confirmación, por entonces él tenía 14 años", aclara Amelia Grechi desde Noruega.

En 1999 hubo un punto de inflexión en la vida de ambas familias. Con 20 años, de acuerdo al propio Breivik, se convenció de planear una embestida contra el multiculturalismo europeo. En su "manifiesto" explica que su decisión fue gatillada por el apoyo que dio Noruega el ataque de la OTAN contra los nacionalistas serbios en la guerra de Kosovo.

Tres años antes ya había mostrado un progresivo cambio. Dejó atrás su vida de hip-hopero para ingresar a las juventudes del Partido Progresista, un referente de extrema derecha, al cual adhirió, según dice en su texto, por su posición "contraria a los inmigrantes y "por su defensa del libre mercado".

Su radicalización coincidió con el alejamiento definitivo de su padre, Jens Breivik. El autor de la masacre no vivía con él: se había separado de su madre cuando tenía un año de edad.

La compleja relación entre padre e hijo quedó de manifiesto en las declaraciones que hizo Jens tras los atentados perpretados por su hijo. "Creo que en última instancia debería haberse suicidado antes de matar a tanta gente", afirmó esta semana en una entrevista desde Francia, donde reside.

Los Jiménez-Grechi, por su parte, también experimentaron un cambio en 1999. En un acto que otros chilenos en Oslo califican como poco común, la mujer y su familia salieron de su anonimato como exiliados para contar su historia en el programa de televisión "Tore pa Sporet" (Tore tras la huella). En este espacio testimonial, Raúl Jiménez aceptó mostrar el reencuentro con sus parientes en Chile, después de 18 años de exilio.

Una cámara de televisión lo acompañó desde que aterrizó en el aeropuerto Arturo Merino Benítez. Allí lo esperaban con carteles en mano varios de sus familiares más cercanos. Luego, lo siguieron al cementerio, donde está enterrado su padre, quien falleció en 1985 mientras su hijo estaba en Noruega. Jiménez también visitó su casa natal en Independencia y en la calle Olivos de esa comuna, Marco, su hermano menor, organizó un asado con sus amigos de infancia.

En el reportaje, el ex mirista realizó un recorrido por los lugares donde estuvo detenido tras el golpe militar. Es así como en el programa se muestra al chileno frente al edificio de la Policía de Investigaciones, ubicado en General Mackenna. Ahí relata que fue torturado. También el presentador y su entrevistado entraron a un sitio eriazo, donde entonces se ubicaba la Cárcel Pública. En esta escena, Jiménez recordó que el lugar era un infierno y que a varios de sus amigos los vio por última vez en ese lugar, antes de que desaparecieran. "Todavía puedo escuchar sus gritos", recordó el chileno en el video.

Su esposa no viajó a Chile en esa oportunidad. Sin embargo, apareció en las imágenes junto a sus tres hijos en el condominio de Smestad. Allí celebraron el cumpleaños de Natalí, a quien Breivik también nombra como una de sus amigas extranjeras en el texto de su autoría.

En el testimonio televisivo, la chilena sostuvo que "durante seis años tuvimos todo listo para regresar al país". Era el tiempo en que creía que el régimen militar terminaría pronto. Con el paso de los años, sin embargo, se convenció de quedarse en forma definitiva en Oslo.

"No creo que pueda vivir con tranquilidad en Chile, porque siempre hubiese temido que algo le pudiese pasar a Raúl", afirmó Amelia Grechi en el espacio de televisión, grabado en 1999.

Grechi volvió a saber de su ahijado la noche del viernes 22 de julio, cuando se informaba que un hombre de 32 años, rubio, alto y robusto, era el principal sospechoso de los crímenes cometidos durante ese día.

Su nombre era Anders Behring Breivik, de quien era madrina de bautizo. Quedó desconcertada. Por las pantallas de la televisión noruega se transmitían las imágenes de los lugares en que cometió los atentados. Con el paso de las horas, además, se fueron conociendo los testimonios de los jóvenes que sobrevivieron al tiroteo en la isla. "Alguien que nadaba delante de mí fue alcanzado por un disparo. Vi chorros de sangre y me puse a nadar más rápido. Luego vi a un amigo que estaba a punto de saltar al agua, cuando le dispararon. A esa distancia lo pude oír y ver. Fueron dos balazos en la cabeza", contaba Emma Martinovic, una de las muchachas que, a pesar de sus heridas a bala en un brazo, logró huir de Breivik.

El asombro e impacto inicial de la mujer chilena se transformó más tarde en angustia. En el manuscrito del asesino, su nombre y el de dos de su dos hijos aparecían vinculados a él.

Desde ese momento, la presión por conocer su identidad y su testimonio se hizo insostenible para Grechi.

Los chilenos en Oslo se han preocupado de protegerla e impedir que sea ubicada por la prensa. Tanto la mujer como sus tres hijos no quieren recordar a Breivik. Ni menos que se les asocie con él.

La chilena dice no saber nada del ultraderechista noruego desde que era un adolescente. "De él y su familia no tengo noticias hace 15 años, cuando se fueron del condominio. Desconozco todo acerca de su juventud y menos idea tengo de quiénes podían ser sus amistades", señala al teléfono.

Su otrora vecino en Smestad está detenido bajo un régimen de máximo aislamiento. Tiene vigilancia directa las 24 horas del día para evitar un intento de suicidio y será sometido a un examen siquiátrico a fin de constatar si es o no imputable. En este caso arriesga una pena de hasta 30 años por crímenes de lesa humanidad. El juicio comenzará en 2012.

Mientras tanto, Amelia Grechi espera que pase pronto el interés en la historia de su familia. Su principal motivación, afirma desde Oslo, es no perder el espacio que ha ganado como inmigrante en Noruega desde 1982.