"Pocas organizaciones sometidas a este tipo de pruebas —y las ha habido por montones— han sido tan duras consigo mismas".
¿Cómo nadie se dio cuenta de una conducta que se prolongó por 48 años? ¿Por qué se archivaron las denuncias y no se prestó atención a los rumores? ¿Por qué se permitió ese grado de autonomía, que lo llevó a situarse por encima de cualquier rendición de cuentas? ¿Por qué lo que, tratándose de otras personas y en otras circunstancias, habría sido objeto de sospecha, en este caso resultaba una confirmación de originalidad y hasta de genialidad? Estas y otras preguntas parecidas quedan rondando después de leer la declaración de la Compañía de Jesús sobre la investigación que ha revelado la “doble vida” de Renato Poblete, jalonada por una estela escalofriante de abuso y manipulación. Quizás el Premio Nobel Daniel Kahneman pueda ofrecer algunas pistas para entender la ceguera de la Compañía, así como la de la extensa y poderosa red de laicos que rodeó, financió e idealizó a Poblete.
Según Kahneman, los humanos evitamos el pensamiento deliberado, el orientado a cuestionar lo que creemos. Este demanda esfuerzo, y sus resultados pueden ser desgarradores cuando hacen estallar nuestros patrones, convicciones e ilusiones. Por lo mismo, tendemos a funcionar normalmente en base a intuiciones y asociaciones automáticas. Estas no demandan concentración y nos ofrecen respuestas rápidas, simples y taxativas sobre cuestiones complejas; nos permiten evaluar los eventos y las personas al instante y clasificarlos como normales o anormales, correctos o incorrectos, buenos o malos, basándonos exclusivamente en el contexto y sin someterlos a discernimiento; nos llevan a imaginar un mundo más pulcro, predecible y coherente de lo que en realidad es. Es más: corrientemente buscamos la información y los argumentos que confirman o son consistentes con nuestras intuiciones, y simplemente obviamos o negamos todo lo que las ponga en duda, aun cuando esto conduzca a errores sistemáticos.
La vida con “piloto automático” se interrumpe cuando hay accidentes o desbordes. Es solo entonces que recurrimos al pensamiento racional. Pero este tampoco es autónomo. Él depende de nuestras impresiones, sentimientos y convicciones, y estas son impermeables a evidencias o razonamientos que las cuestionen, no importa lo contundentes o evidentes que sean. Como escribió Proust, “los hechos no penetran en el mundo donde viven nuestras creencias; no las han hecho nacer, no las destruyen: pueden infligirles los desmentidos más constantes sin debilitarlas”.
La Compañía está en lo cierto cuando declara que “no se trata solamente de hechos puntuales, sino de elementos estructurales que han favorecido que esos hechos ocurran”, lo que obliga a “una revisión profunda de las estructuras de gobierno y pastorales”. Pocas organizaciones sometidas a este tipo de pruebas —y las ha habido por montones— han sido tan duras consigo mismas. Con todo, suponer que es posible eliminar la ceguera es una fantasía. Para vivir necesitamos de creencias, y para confirmarlas tendemos inevitablemente a filtrar lo que vemos y pensamos. Les ocurrió a los jesuitas, y como a ellos, me temo nos volverá a pasar a todos hasta el fin de los tiempos.
Según Kahneman, los humanos evitamos el pensamiento deliberado, el orientado a cuestionar lo que creemos. Este demanda esfuerzo, y sus resultados pueden ser desgarradores cuando hacen estallar nuestros patrones, convicciones e ilusiones. Por lo mismo, tendemos a funcionar normalmente en base a intuiciones y asociaciones automáticas. Estas no demandan concentración y nos ofrecen respuestas rápidas, simples y taxativas sobre cuestiones complejas; nos permiten evaluar los eventos y las personas al instante y clasificarlos como normales o anormales, correctos o incorrectos, buenos o malos, basándonos exclusivamente en el contexto y sin someterlos a discernimiento; nos llevan a imaginar un mundo más pulcro, predecible y coherente de lo que en realidad es. Es más: corrientemente buscamos la información y los argumentos que confirman o son consistentes con nuestras intuiciones, y simplemente obviamos o negamos todo lo que las ponga en duda, aun cuando esto conduzca a errores sistemáticos.
La vida con “piloto automático” se interrumpe cuando hay accidentes o desbordes. Es solo entonces que recurrimos al pensamiento racional. Pero este tampoco es autónomo. Él depende de nuestras impresiones, sentimientos y convicciones, y estas son impermeables a evidencias o razonamientos que las cuestionen, no importa lo contundentes o evidentes que sean. Como escribió Proust, “los hechos no penetran en el mundo donde viven nuestras creencias; no las han hecho nacer, no las destruyen: pueden infligirles los desmentidos más constantes sin debilitarlas”.
La Compañía está en lo cierto cuando declara que “no se trata solamente de hechos puntuales, sino de elementos estructurales que han favorecido que esos hechos ocurran”, lo que obliga a “una revisión profunda de las estructuras de gobierno y pastorales”. Pocas organizaciones sometidas a este tipo de pruebas —y las ha habido por montones— han sido tan duras consigo mismas. Con todo, suponer que es posible eliminar la ceguera es una fantasía. Para vivir necesitamos de creencias, y para confirmarlas tendemos inevitablemente a filtrar lo que vemos y pensamos. Les ocurrió a los jesuitas, y como a ellos, me temo nos volverá a pasar a todos hasta el fin de los tiempos.
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